“Se me ocurre que no son muchos los que dirían en forma natural que han conocido a Dios. Dicha expresión tiene relación con una experiencia de un carácter concreto y real a la que la mayoría de nosotros, si somos honestos, tenemos que admitir que seguimos siendo extraños. Afirmamos, tal vez, que tenemos un testimonio que dar, y podemos relatar sin la menor incertidumbre la historia de nuestra conversión como el que mejor; decimos que conocemos a Dios -que es, después de todo, que se espera que diga un evangélico-; empero, ¿se nos ocurriría decir, sin titubeo alguno, y con referencia a momentos particulares de nuestra experiencia personal, que hemos conocido a Dios? Lo dudo, porque sospecho que para la mayoría de nosotros la experiencia de Dios nunca ha alcanzado contornos tan vívidos como lo que implica la frase.
Me parece que no somos muchos los que podríamos decir en forma natural que, a la luz del conocimiento de Dios que hemos llegado a experimentar, las desilusiones pasadas y las angustias presentes, tal como las considera el mundo, no importan. Porque el hecho real es que a la mayoría de las personas sí nos importan. Vivimos con ellas, y ellas constituyen nuestra “cruz” (como la llamamos). Constantemente descubrimos que nos estamos volcando hacia la amargura, la apatía, y la pesadumbre, porque nos ponemos a pensar en ellas, cosa que hacemos con frecuencia. La actitud que adoptamos para con el mundo es una especie de estoicismo desecado, lo cual dista enormemente de ese “gozo inefable y glorioso” que en la estimación de Pedro debían estar experimentando sus lectores (1 Pedro 1: 8). “¡Pobrecitos -dicen de nosotros nuestros amigos-, cómo han sufrido!”; y esto es justamente lo que nosotros mismos creemos. Pero este heroísmo falso no tiene lugar alguno en la mente de los que realmente han conocido a Dios. Nunca piensan con amargura sobre lo que podría haber sido; jamás piensan en lo que han perdido, sino sólo en lo que han ganado. “Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo -escribió Pablo-~ Y ciertamente aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él… a fin de conocerle… “, (Fil. 3:7-10). Cuando Pablo dice que estima que las cosas que perdió como “basura”, no quiere decir simplemente que no las considere valiosas sino que tampoco las tiene constantemente presentes en la mente: ¿qué persona normal se pasa el tiempo soñando nostálgicamente con la basura? Y, sin embargo, esto es justamente lo que muchos de nosotros hacemos. Esto demuestra lo poco que en realidad poseemos en lo que se refiere a un verdadero conocimiento de Dios.
En este punto tenemos que enfrentamos francamente con nuestra propia realidad. Quizá seamos evangélicos ortodoxos. Estamos en condiciones de declarar el evangelio con claridad, y podemos detectar la mala doctrina a un kilómetro de distancia. Si alguien nos pregunta cómo pueden los hombres conocer a Dios, podemos de inmediato proporcionarle la fórmula correcta: que llegamos a conocer a Dios por mérito de Jesucristo el Señor, en virtud de su cruz y de su mediación, sobre el fundamento de sus promesas, por el poder del Espíritu Santo, mediante el ejercicio personal de la fe. Mas la alegría genuina, la bondad, el espíritu libre, que son las marcas de los que han conocido a Dios, raramente se manifiestan en nosotros; menos, tal vez, que en algunos círculos cristianos donde, por comparación, la verdad gélica se conoce en forma menos clara y completa. Aquí también parecería ser que los postreros pueden llegar ser los primeros, y los primeros postreros. El conocer limitadamente a Dios tiene más valor que poseer un gran conocimiento acerca de él.”
Estracto del libro: Hacia el conocimiento de Dios, de J. J. Packer